viernes, 25 de junio de 2010

LOS ESPERA

Por Alan Ulacia



Es de noche y Roberto Mendoza está sólo en su casa, está en Argentina y corre el año 1978.

“Los estoy esperando” piensa mientras ve la tele, pero sólo para sentir compañía, porque está inquietantemente apagada.

Luces en la casa hay pocas, y la de la sala, que es la más potente, hace silencio. Y todo es silencio, del ansioso.

“Creen que tengo miedo, ¡minga! Vengan, ¡pero yo de acá no me muevo!”.

Una ventana, por seguridad y con fuerza trabada, proyecta las luces de un auto. Panópticas. Por ellas el rústico mobiliario de la casa proyecta un creíble batallón de monstruos-sombra. Mendoza tiembla y se prepara.

Falsa alarma.

No por eso deja de esperar, sudar y apretar con fuerza su pequeño revólver, ese con que tanto se divierte… Tiene hambre, hace casi dos días que no come. Toma agua, muy poca, porque la cocina a oscuras mete miedo.

Lo cierto es que corre una época de rumores negros, Terrores anónimos se traducen en balaceras noctámbulas. Claro que siempre las hubo, pero estas son especiales porque en la tele no salen.

Roberto tiene ganas de llorar porque está sólo. El hogar deja de ser hogar para ser prisión. Las paredes dejan de cumplir su función: impedir que el afuera entre. Pero el “afuera” ya no existe porque es adentro y se llama miedo.

“Vamos, ¿Por qué no vienen? ¡Qué hijos de puta son!…”

Roberto llora horas y se cansa.
Está por decidirse a tomar agua cuando por fin escucha el inconfundible motor… la queja del asfalto ante el freno violento… múltiples pasos torpes. La cerradura, obligada sin gentileza, cede y la puerta se abre como dinamitada.

- Ya llegamos mi amor, vamos, dale mi vida dale – le dice su madre.


Su padre ni lo mira, da vuelta la casa, desesperado busca algo.
El pibe suelta su juguete y antes de poder llorar está arriba del auto, en marcha, quién sabe a dónde.

Roberto Mendoza tenía siete años y no entendía lo que estaba pasando, pero algo seguro sospechaba.

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